En este nuevo día once me despierto contigo, porque te he soñado.
Llegábamos papá y yo a un extraño hotel de altos muros y puerta fortificada que solo se abrió a tu requerimiento. Somos tres, dijimos, como tantas otras veces en las que tú ya no nos acompañas. Pero ese tercero, de pronto, eras tú, Rodrigo, qué alegría.
Entramos juntos y allí, en un hall muy luminoso y dorado, una recepcionista con tono profesional aunque algo seco nos hizo saber que no había habitaciones, que estaba todo lleno. A pesar de tu simpatía y de que intentaste ser amable, no dijo ni una palabra más.
Nos fuimos. Tú llevabas en las manos una consola o tableta o similar, con cierta forma de coche de carreras, que acababas de conseguir. Aún estaba en su blíster de plástico, nuevecita, sin estrenar. Comentaste muy animado que servía para algún tipo de mediciones o cálculos, que te venía muy bien para lo que estabas haciendo, como si estuviéramos al día de tus actividades. Hablabas con normalidad, parecía que nos veíamos todos los días, así que la escena trancurría en un ambiente cotidiano y sereno.
Luego me desperté. No sé qué pasó luego, no hubo desenlace ni despedidas. Se cortó la comunicación, porque como tal la entiendo, pero me ha encantado verte y seguir sintiendo la misma serenidad esperanzada de nuestro encuentro unas horas después. Y hasta tengo una interpretación del asunto: que nos haces saber que aunque todavía no hay sitio para nosotros, nos esperas en la recepción del Otro Lado. Aunque solo nos hayamos acercado en sueños.
Gracias, Rodrigo. No veas cómo te queremos.