
Hemos cambiado de mes, tengo que empezar a las compras navideñas y me embarga una pereza absoluta. Buenos días, Rodrigo, desde esta buhardilla donde te añoro y te llevo escribiendo veinte años.
El protector de la mesa aún luce el pequeño orificio que le hiciste por descuido con un boli. Era tu último verano, nadie podría haberlo previsto, y tú estudiabas aquí por disfrutar del aire acondicionado. Todavía recuerdo que me pediste disculpas por tan poca cosa y nos reímos juntos.
Quién iba a decirme que solo unos meses después me llenaría de nostalgia contemplarlo. Como ahora mismo también me pasa, ay, aunque hayan caído desde entonces veinte veranos más. Parece imposible que perdure un objeto tan simplón y que no sigas tú. ¿Dónde estás, cariño? ¿Volveremos a vernos?
Tal vez, con el paso de los días vayamos recuperando el ánimo. Lo cierto es que la Navidad pierde su magia si no hay niños. Y aquí no tenemos, ya sabes, Rodrigo. Ojalá lleguen. Ayúdanos también en eso.
Te queremos, hijo. No te olvidamos. Por favor, no nos olvides tú. Millones de abrazos de osos: Mamá.