Siempre que salgo de la rutina entro en fase de irrealidad. Intento orillar las preocupaciones laborales mientras te escribo, hijo. Tecleo en medio de la noche porque me he despertado muy temprano. Como tantas veces desde que te arrancaron de nuestro lado son las cinco y no puedo conciliar el sueño. Tu asesinato rompió para siempre mi capacidad de dormir de un tirón.
Hace buena temperatura, apenas entran ruidos por la ventana abierta y se me ofrecen los dos meses próximos de vacaciones como un regalo y una oportunidad. Pero, a la vez, muestran que ni tú ni tu hermano estáis ya aquí.
Me envuelven la nostalgia y el vértigo mientras hago revista de mi vida y la organizo en tres fases: la de mi familia de origen, hasta los veinte. La de trabajo, pareja y familia propia, hasta ahora mismo, los cincuenta y muchos. La de la vejez, en breve, en unos meses, en cuanto llegue a los sesenta y me jubile.
Qué larga y qué corta es esta existencia, Rodrigo. Ojalá estuvieras aquí, hijo querido. Cuánto te añoro.