
Buenos días, Rodrigo. Son las 6:41 y estamos aislados en casa por una borrasca glacial. No había visto nunca nada como esto. Lleva tres días nevando de continuo, y todo está tapizado de blanco y cargadísimo de nieve.
Los tejados han redondeado sus formas y las terrazas, incluso, se han desbordado por todas partes. Hay nieve pegada a las paredes y las barandillas, las ramas de los árboles se curvan por su peso, y las rejas de las ventanas acumulan tanta, que impiden la visión.
Sigue nevando. Lo hará también todo el día de hoy, dicen las previsiones. Los coches de la calle están totalmente tapados y no podriamos salir de casa sin usar una pala. Aunque no serviría de mucho, porque la calle está del todo intransitable. Las recomendaciones son que evitemos salir a toda costa.
Pienso en ti. En las veces que disfrutamos juntos jugando con la nieve, no muchas, durante los poco más de veinte años que nos acompañaste. En tu «No me habías dicho nunca que la nieve era tan divertida» que dijiste con cuatro o cinco años. En el gorro a rayas rojas y blancas de tu disfraz de Buscando a Wally que te pusiste durante la primera nevada vivida en esta casa. En las peleas de bolazos y en cuánto nos reímos los cuatro cada vez que nos tocó la suerte de una nevadona.
La verdad es que ninguna ha sido como esta. Desde luego yo no recuerdo cosa ni remotamente parecida en mis ya sesenta y un años. Y me pregunto, como siempre, qué harías si estuvieras aquí. Supongo que algo parecido a tu hermano, que nos mandó un vídeo de lo que veía desde su casa, y con el que intercambiamos fotos de lo que veíamos nosotros aquí. Ay, hijo querido, hoy también te echo de menos.
Te envío señales amorosas, cariño. Nieve y hermosura. Abrazos, besos, risas y emoción, juegos, tarta de manzana, libros y nostalgia de tu compañía. No te olvidamos, Rodrigo. Hasta prontito, pásate por esta casita tuya, nuestra. No dejes de velar por nosotros. Te queremos.