Cada vez que te escribo procuro conectarme con el amor que te profeso. Lo consigo haciendo el silencio en mi interior y recordando: el flequillo de tu infancia, por ejemplo; las estanterías llenas de libros que tanto te gustaba leer y comentar; tu risa limpia, ojalá pudiera volver a oírla, resonando por la casa; el calor de tu mano en la mía siempre helada, cuando íbamos juntos al cole; tu manera personal y añorada de dar largos trancos al caminar…
Hay días en que nuestra vida conjunta fluye con facilidad, y otros que se atora y parece ajena y extraña. Como hoy.
Pero te escribo siempre, te pienso siempre, inundada de amor, hijo. Porque ni siquiera esa puñetera, agria y maldita muerte que nos separa podrá nunca romper nuestro nexo común. Te quiero mucho, Rodrigo. No te olvido. Volveremos a abrazarnos, nunca dejes de volar.