Vivo el presente, sin querer hacer muchas cuentas, pero los onces malditos señalan los meses y años en que no estás, Rodrigo.
Nadie dice tu nombre. Solo papá y yo. Y alguna vez tu hermano, que te recuerda en anécdotas de vuestras vidas compartidas, ay, ya lejanas.
Se acerca marzo, cauteloso y feroz. Y no quiero que llegue. Porque otra vez tendremos que aguantar las alusiones conspirativas para hacer caja de pseudo-periodistas sin escrúpulos. Y el ninguneo de los que se saben responsables pero también impunes. Aunque sea lo de siempre desde hace catorce años, duele, hiere tan hondo como el primer aniversario, y el segundo, el tercero, el quinto y el décimo todos sumados.
Como siguen doliendo tu silla vacía, tu cuarto desolado, tu cama tristísima, tu vida arrebatada por unos locos ajenos y luego despreciada por otros malvados de aquí, de entre los nuestros: los que debieron cuidarte y solo buscaron librarse de toda culpa, los que se hermanaron a los asesinos en catadura moral.
No me gusta este trimestre que me acerca a la fecha espantosa de tu muerte, el suceso más horrendo de mi vida. Lo transito con angustia soterrada. Hijo querido, ojalá pase pronto este trago y pueda contarte cosas más dulces.