Jornada de convivencia

Hola, hijo. Ayer estuvimos de excursión. Papá y yo fuimos con la Aso a vuestro parque de los patos de la infancia, a visitar el monumento del 11-M en vuestro homenaje. No quise acercarme mucho, no recorrí la larga pasarela como otras veces. Porque me duele ver tu nombre allí grabado, porque me golpean todas las ocasiones en que me acerqué allí echándote terriblemente en falta por ver si encontraba un halo de tu niñez.

Volvieron a mi alma triste las infames pintadas de la conspiración «Alkaeda no existe, son los padres» de los primeros años y la dejadez sucesiva de los restantes. Menos mal que se reanudaron los homenajes en 2017. Nosotros, ya lo sabes, Rodrigo, seguimos luchando por preservar vuestra memoria.

También pensé con melancolía en todas las flores que te llevé. ¿Lo recuerdas? Unas veces, naturales; otras, de tela; pero siempre bañadas en lágrimas. Y me reí y me enfadé rememorando lo pronto que desaparecían. Nunca he llegado a entender que los visitantes del lugar no sintieran una pizca de respeto. En aquellos tiempos quise imaginarlas improvisadas ofrendas de amor adolescente y no un simple acto de incivismo. Ahora, ya no sabría qué decir. Quizá me estoy volviendo más escéptica.

Al menos estaba limpio, aunque faltan cada vez más árboles, iba pensando. Cuando sentí una voz a mi lado que me preguntaba.

Yo me había retirado del grupo de supervivientes que charlaban sobre los sucesos que habían vivido en los mismos lugares y circunstancias en que tú perdiste la vida. A ellos les sirve para conjurar el miedo, así que además de detalles que a mí me causan un dolor innecesario, repetían frases como «pero estamos aquí», o «menos mal que podemos contarlo», o » la suerte es que estamos vivos». Me acercaba al muro principal, a leer las palabras de Miguel Hernández para no oír nada más:

Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.

Y entonces me llegó su voz: «¿Pueden ayudarme a encontrar a Víctor?».

En poco tiempo papá y yo lo teníamos localizado: Segundo Víctor. Muy cerca de tu nombre, Rodrigo. Papá se fue no sé adónde y yo seguí charlando con ella. Era su viuda. Tenían hijos. Murió en El Pozo. Los primeros homenajes (como el de Almuñécar) le dolían mucho, pero ahora estaba más serena. Y de pronto, sin venir a cuento, me contó que hacía poco le había soñado y él la avisaba de algo que efectivamente sucedió. «Yo creo que nos sigue cuidando», me dijo. «Yo creo que también», le contesté. Luego nos unimos al grupo, y continuamos en autocar hasta otras localidades y otros monumentos del Sur de Madrid.

Por la noche, a nuestro regreso a casa, le busqué en Google. Tecleé su nombre y su apellido en mi móvil, salió en una entrada del periódico 20minutos y leí quién era. Se lo conté a papá y convinimos los dos en que esa confidencia insólita era una señal para que no perdiéramos la esperanza. Se habrán conocido esos dos en el Otro Lado, nos preguntamos. Volví a buscarlo para enseñarle la foto, luego di hacia atrás y aunque no eras ni mucho menos el siguiente en la lista, aparecieron tu foto y el texto que habla sobre ti, cariño.

Vamos, que nos decías que sí.
Gracias por alimentar la llamita fluctuante de la esperanza de volvernos a encontrar.
Te quiero.

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