Un día de finales de agosto

Todavía está oscuro y pienso en ti, hijo lejano, ausente de nuestras vidas desde hace demasiado tiempo, añorado siempre.

Me siento sola sin vosotros, tu hermano y tú. Lo normal sería que cada uno estuvierais haciendo vuestras vidas, lo sé. Por eso me duele tanto que tú estés injustamente lejos. Me encantaría poder llamarte por teléfono para comer juntos, o para conversar, como hago con tu hermano. Solo tengo este rinconcito virtual donde te escribo.

La enfermedad de tu tío J me pone de nuevo ante la presencia incuestionable de la muerte. La tuya, la mía propia, la de todos los que me rodean y en especial los que quiero. El estrés postraumático no descansa, me ronda con miedos e incertidumbres que combato como puedo y que se reavivan con la constatación terrible de nuestra mortalidad.

Vamos a buscarte, Rodrigo. No sé en qué orden, unos antes que otros por unos azares que desconozco, no hay prevalencias por edad, demasiado me duelen tus jóvenes veinte años. Sigo pidiéndote ayuda, cariño. Sigo sin saber enfrentar esta existencia. Déjanos hitos para el camino.

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