
Te escribo cada sábado para hacer patente que no te olvido. Te cuento nuestras vidas aunque estoy convencida de que no te son ajenas. Te hablo cada mañana y cada noche, tu nombre entre los de tu padre y tu hermano, porque los tres sois los hombres de mi vida y os mando siempre todo mi amor incondicional.
En los primeros días, semanas, meses, incluso años, sentía que estabas cerca, rondando nuestro mundo. Y eso me consolaba un poco de tu ausencia dolorosa. Ahora te sé lejano. Y entiendo que debe ser así, pero me duele.
Sin embargo, querido Rodrigo, no me rindo.
Te quiero más allá de las sensaciones, de la proximidad, de la lógica y de la muerte. Nada me hará desistir de amarte y buscarte toda mi vida.
Nos volveremos a encontrar.

El pruno florecido, a la entrada de nuestra casa, fue lo último que viste aquella mañana fatídica.
Te encantaba.
Cada primavera sus flores rosadas son una lección tuya y de la naturaleza. Nos enseñan que debemos renacer de nuestra pena y luchar por un mundo mejor.
Eso intentamos, hijo. En tu nombre. Con tu recuerdo.
TE QUEREMOS.