
Buenos días, hijo querido. Tecleo en la oscuridad de las siete de la mañana. Con un silencio absoluto, de ventanas cerradas. Ni siquiera alcanzo a escuchar el tictac del reloj del hall, que otras veces acompaña mis despertares.
Seguimos en pandemia. Sin vida social. Excepto una vez al mes, que acudo a una cita literaria en la FCPJH, con las medidas adecuadas de distancia y una mascarilla FFP2.
Todo se ha vuelto ajeno y extraño. Papá teletrabaja cuatro de los cinco días laborables de cada semana. Estamos en casita casi todo el tiempo, aunque salimos a pasear una o dos veces diarias. Últimamente, con lluvia y viento, solo una. Y, por cierto, nos encontramos poca, poquísima gente por la calle. Ayer tarde, para nuestra sorpresa, ninguna persona se cruzó con nosotros.
El jardín está lleno de hojas rojas y doradas. Una hermosa mezcla del tilo de la casa de al lado y tu árbol favorito. Ya casi no hay en sus ramas, se han quedado desnudas. Solo el pruno y el espino lucen todavía sus cabelleras.
Pienso en ti, te escribo, como todos los sábados. Te vuelvo a pedir ayuda para toda la familia. Y sosiego. Y esperanza. No te olvidamos, Rodrigo. Volveremos a fundirnos en ese abrazo que sigo sintiendo pendiente.
Hasta pronto. Miles de risas, bailes, canciones, juegos, libros y pelis. Te queremos.