Como tantos otros sábados te escribo cuando todavía no ha amanecido. Me despierto muy temprano y acallo la mente bulliciosa, con sus mil idas y venidas, para pensarte, hijo.
Catorce años es mucho decir. No estás tan cerca como los primeros tiempos, pero también es cierto que ni tú ni yo lo necesitamos tanto como entonces. Ojalá pudiera tener noticias tuyas, mi querido emigrado al otro mundo. Espérame allí, porfa.
Intento no ser una pesada. Tengo el mismo respeto por tu independencia que por la de tu hermano. Echo en falta tu voz, tu risa, que me narres tus aventuras y tus gigantes y apretados abrazos de oso. Y aunque añoro mucho tu compañía, entiendo muy importante ese espacio vital, cariño. Y por supuesto te lo respeto. Te lo mereces.
Vuela alto. Te seguiré llamando a ratos, ya imaginas, nunca te voy a olvidar, pero procuraré seguir siendo discreta y no importunarte.
Sabes cuánto te quiero, Rodrigo, pero te lo repito. Sé feliz, por favor. Que la dicha te colme siempre. Mil millones de besos con bromas y bailes. Te espero en el espacio intermedio de los sueños. Nunca deja de amarte tu cada vez más viejecita: Mamá.