Buenos días, hijo. Otra vez es sábado. Pierdo el hilo de las incontables semanas y de los textos que te escribo desde hace ya casi quince años. Mucho tiempo. Demasiado. Y tú sin haber vuelto todavía a casa.
14,7 años, 770 semanas, 5372 días.
En pocas jornadas me dan las últimas vacaciones de Navidad, acabo mi último primer trimestre, qué paradoja, y preparamos estas fiestas cada vez más solitarias.
Después de una etapa de aridez emocional, me llegan destellos de tu esencia. No sé cómo describir esto que pasa, pero me sucede. Es sutilísimo, apenas perceptible. Es como un recuerdo lejano de la impronta que dejaste por la casa, cuando la habitabas con nosotros. Y me hace preguntarme si es que se quedaron por los pasillos unos jirones de tu yo, no sé muy bien qué es eso, pero es lo que intuyo. ¿O es quizá que nos los mandas para hacernos notar que no te diluiste en la nada, que estás vivo en el Otro Lado?
Con tu aliento alimentas la esperanza del reencuentro. Te queremos, Rodrigo. Muchas gracias.