
Hola, Rodrigo.
Son ya dieciséis festividades de 1 de noviembre las que te he pensado, llorado y rezado. Y sigue dándome mucho coraje la denominación «difuntos». Me enrabieta hasta límites tan insospechados, que me sorprende incluso a mí misma. No asimilo, no quiero, no acepto que tú estés muerto. Lloro de impotencia y de irrealidad.
Aquí no estás. Incineramos tu cuerpo inerte. Tu esencia se desprendió de lo terreno sin que pudiéramos evitarlo, lejos de nosotros. A eso le llamamos morir. Y yo sigo sin aceptarlo. Te quiero vivo, te siento en otro lugar pero tú mismo. Por favor, cariño, no dejes de acompañar mis lágrimas con tus señales curativas.
Te quiero. Nunca dejaré de amarte ni de añorar tu compañía. Abraza a mis padres y abuelos, a los tíos, a todos los que andan allí ya contigo. En este día en que es tradicional recordaros, os mando mil luces, rezos, flores y cariños.