
De nuevo es sábado, el último de este 2019 que se nos escapa entre los dedos. Te escribo, hijo, entre las nieblas del sueño, muy temprano, arropada bajo el edredón. Cuántos años ya hablándote por este medio, Rodrigo, y echándote de menos.
La vida fluye muy deprisa, no sé si mostrando la realidad de este universo o la del tuyo, o ambas a la vez. Acepto las sensaciones de extrañeza y no me empeño en deshacerme de ellas, no solo porque no se dejan, sino porque pudieran ser síntoma de lucidez. Valga la paradoja. ¿Y si sentirlas es tener mejor acceso a lo que de verdad vivimos? ¿Y si la auténtica consciencia consiste en comprender y aceptar que estamos aquí de paso y esta vida trasciende a otra más mejor y verdadera, que decía Manrique?
Ojalá estuvieras aquí para charlar de esto contigo, como hago con tu hermano y con papá. Te lo escribo, no obstante, porque intuyo que te llega y que a tu manera sutil me contestas. No todo lo clara y abiertamente que a mí me gustaría, me enfada tener que conformarme, pero sí la pizca suficiente para resistir.
Esa compañía tuya amorosa, que mantiene el hilo de esperanza de volvernos a encontrar, se basa en el amor que siempre nos ha unido, que me hace llorar, pero también me cura. Por eso te escribo. Porque te quiero más allá del tiempo. Y porque la constancia es la única manera que tengo ya de demostrártelo.