
Hola, hijo, feliz sábado. ¿Qué tal andas? Te escribo muy temprano, nada más despertarme, como casi siempre, tecleando en el móvil, cuando todavía está oscuro.
Aquí, de momento, todo sigue bien. Nos vamos recuperando de los últimos mazazos y la rutina nos arropa con las obligaciones diarias.
Las fechas, sin embargo, tienen esa incómoda cercanía de nuestro once fatídico que todos los aniversarios nos afecta. Procuro no estresarme, pero no es cosa que se consiga a fuerza de voluntad.
Estos casi dieciséis años sin ti han lavado las sensaciones y los recuerdos. Ya no encaja tu imagen de veinteañero de 2004 con la que deberías tener ahora, de treinta y tantos. Ni tus cuitas de entonces con las que podrían rondarte ahora.
Te imagino, te intuyo, te siento por la casa para siempre anclado en el aspecto físico y emocional de entonces. Así que echo en falta tu yo de aquel tiempo y la actualización que no pude conocer.
Te añoro. Ojalá pudiera verte, abrazarte, decirte cuánto te quiero y cómo me gustaría seguir compartiendo nuestras vicisitudes vitales. Unos canallas fanatizados te arrancaron de nuestras vidas, y yo solo tengo este rinconcito para comunicarme contigo. Te quiero tanto que no renuncio a venir a él. Porfa, sal tú a medio camino y ayúdame a no perder nunca la conexión. Espero siempre tu guía, saludos, señales, guiños y coincidencias.