
Hola, Rodrigo. Hoy te escribo tecleando en el móvil y la oscuridad de las cinco de la mañana. Me ha despertado el calor inmisericorde de estas fechas. Buenos días.
Poco nuevo hay para contarte en este sábado y once. Tenemos la casa patas arriba por un arreglo de tejado, pero esperamos que ya acaben el lunes o el martes. Es raro sentir el habitat invadido por personas desconocidas, más aún después de tantos días de aislamiento. Y, de forma especial, para papá y para mí, que te echamos tanto de menos y que llevamos ya unos cuantos años solos, desde que se independizó tu hermano.
La vida es así, o monótona o accidentada. Vamos navegándola como mejor podemos, conscientes del día a día. No hemos dejado de trabajar, aun con las incomodidades derivadas, así que la semana ha sido bastante productiva.
Siento que andas lejísimos, tanto que no puedo alcanzarte. Hace demasiado tiempo que compartimos tu corta existencia, cariño. Ese pasado se me deshace entre las manos, se desdibuja y decolora, se diluye en una neblina existencial que me entristece e indigna. Por eso te hablo, hijo. Porque intento mantenerte con nosotros en lo cotidiano, porque necesito esa esperanza continuada, porque no me es suficiente pensar en reencontrarte dentro de más años. No sé si será posible, pero, en todo caso, después de tanto tiempo separados, ¿qué tendríamos en común? No quiero romper, por ello, estos lazos.
Solo son unas líneas en este hogarcito virtual, pero son también la comunicación contigo. Son mi manera de decirte que te quiero, que no te olvido, que necesito que tú también salgas a mi encuentro y me contestes cuando puedas.
Desde casita, el jardín, los libros y juegos y tu habitación, te quiero, te rezo, te espero. Muchos besos y abrazos de oso. Hasta pronto: Mamá.