
No sé si puedo hablar de acostumbrarme a tu ausencia, Rodrigo, pero algo así sucede. Y se trenza, apretado, con el paso del tiempo.
Porque ya sé que no estás y no te busco, angustiada por todas partes. Ni espero oír tu voz por la casa, ni siento que pudieras estar leyendo en tu habitación.
Tampoco me acompañan ya las sensaciones de que estás a punto de regresar, de que abrirás la puerta de la calle en cualquier momento.
No te busco de lejos, no te confundo con otros jóvenes parecidos. En el fondo de mi alma sé, dolorosa y profundamente, contra toda ilusión, que no vas a volver.
Por eso te escribo.
Hubo un tiempo en que lo hacía para calmar la pena, la angustia y el llanto. Ahora tiene otra razón, hijo querido. En estos momentos, difíciles por el maldito virus y aterradores por la mala gobernanza de los politicastros, lo hago por mantener la comunicación contigo.
Perdóname por ir amándote así, que decía Pedro Salinas. Lo hago como la intuición me va indicando. Pero siempre, siempre, siempre, porque te quiero.