
Hoy vuelve a ser uno de nuestros onces, hijo.
Cuando naciste, medíamos el tiempo con el 24 de tu llegada (de aquel mayo del 83). Con veinticuatros fuimos contando tus meses de bebé tranquilo y sonriente: uno, tres, nueve, doce, dieciocho. Felices de tenerte. ¿Quién podía pensar que venías para tan poca vida? ¿Por qué nada nos hizo señas, por qué nadie te cuidó? Te fallé como madre, porque no fui capaz protegerte. Lo siento tanto, Rodrigo…
Luego fueron los años el sistema de cómputo, ay, cariño. Y contamos dos, tres, ocho, doce, dieciséis, dieciocho… Crecías. Te hacías fuerte y cada vez más listo, y siempre seguías siendo bueno. En el buen sentido machadiano de la palabra bueno. Hasta que todo se rompió, cuando apenas llevabas veinte con nosotros, y nueve meses, y catorce días.
Demasiado pronto. Demasiado injustamente te arrancaron de nuestro lado. El mundo se perdió tu sonrisa, tu voz y tu bondad. Nos quedamos con los asesinos, con el fanatismo que usa la muerte para perpetuarse y con los aprovechados sin escrúpulos que os usaron en su beneficio, político, económico o personal. Esos siempre abundan. No se ceban la Parca o la desdicha con ellos.
Ahora contamos a base de onces esta nueva vida sin ti. Dieciséis años y siete meses de ausencia inmerecida, absurda y dolorosa.
Sigue dejándonos pistas, Rodrigo. No pares de enviarlas. Todavía nos debes muchos abrazos. Y nosotros, canciones y besos y risas y bailes inventados. Necesitamos la esperanza del reencuentro.
Te queremos, hijo. Para siempre.