
Buenos días, Rodrigo. Me sorprende comprobar que son las cinco y te escribo totalmente despejada. Luego comprendo que para mi organismo es ya tiempo de despertar.
No sé qué voy a hacer en los próximos días, porque mañana retrasarán el cómputo una hora, como viene siendo habitual los últimos decenios, pero eso mi cerebro no lo sabe. Voy a amanecer antes de lo necesario muchas madrugadas, me estoy temiendo. Antes de este caos mundial, se llegó a proponer dejarse de cambios horarios. Obviamente, con la que está cayendo, todo se ha quedado en meras palabras.
En este planeta Tierra seguimos en pandemia, ya siete meses. Es mucho tiempo de presión, lo sé, pero entristece comprobar que la gente se «cansa» de la situación, como críos pequeños. Y protesta de las medidas sanitarias, como si se pudiera no hacer nada, como si la enfermedad que nos asola fuese una opción de programa electoral, una manía política. Y, sobre todo, olvidando la cifra diaria de fallecidos. O normalizándola, que es aún peor.
Papá y yo somos responsables y no vemos a nadie, solo a tu hermano, cada finde, un ratito. Hemos eliminado la interacción social. Excepto una clase mensual en la FPJH, todas mis actividades son online. Y papá teletrabaja casi todos los días. Salimos, sin embargo, a dar paseos mañana y tarde, porque nos viene bien el ejercicio, que nos dé un poco el sol y respirar aire fresco (lo que se puede, llevando mascarillas).
Procuramos envolvernos de rutina, de esa que arropa el alma, pero contigo siempre en los labios y en el corazón. Sigues latiendo con nosotros en esta casa, en el jardín, que tanto amaste y que con el otoño se tiñe de amarillos, rojos y dorados.
Te mando hojas del lyquidambar, hierba reverdecida cubierta de rocío, viña que enrojece, y las últimas flores fucsia de las orquídeas. No te olvidamos, cariño. Vuela alto.