
Hola, cariño. Aquí te escribo, de nuevo. Son las seis y media de un sábado gélido y despejado. Los árboles han soltado ya todas sus hojas y el invierno está a la vuelta de la esquina.
Hemos tenido una semana atareada y estresante, de muchas gestiones. Nada particularmente complicado, aunque sí de ciertas incomodidades. Seguimos muy aisladitos y bien. Tu tía N un poco molida, me acabo de enterar, pero ya recuperándose.
El puente va a ser raro, como lo está siendo todo el 2020. No se puede salir de la comunidad de Madrid, pero hay gente por todas partes, con ganas de fiesta, llenando las calles. Anoche, por ejemplo, en un asunto improrrogable, nos sorprendió ver tanta multitud. Había largas colas, por ejemplo, para sentarse a tomar algo en las terrazas de Callao. A pesar del frío. Sin distancias de seguridad. La pandemia cansa y la responsabilidad social se debilita. Pero no te preocupes, nosotros somos discretos y prudentes.
Gracias por las ayudas, los guiños, los regalos sutiles que nos haces llegar de mil modos. Avivan la llamita de la esperanza y de la serenidad. Gracias por el joven que llamó a nuestra puerta y que se identificó con un «Hola, soy Rodrigo» que me emocionó. Era un sufrido comercial, de los de puerta a puerta, no nos interesaba lo que ofrecía, ni se enteró de que su nombre me hizo pensar en ti. Pero fue una casualidad hermosa.
Te queremos mucho, hijo. Vamos en tu busca. Espéranos.