27 de febrero de 2021

Hola, Rodrigo, hijo muy añorado y querido. Anoto estas líneas de madrugada, tempranísimo. El pruno de nuestro jardín está a punto de florecer. Ayer ya tenía algunas pinceladas rosas, seguramente hoy sea el día de la gran explosión de color. Pero no sé todavía. Aún está oscuro. Mirarlo será lo primero que haga hoy. Y lo haré pensando en ti.

La vida monótona continúa, y ya sabes que Papá y yo no nos quejamos de ella, que la preferimos así, simplona, sin más sustos. Tras casi un año de pandemia, la luz de las vacunas brilla al final del túnel. Por fin han citado a Ela, para la próxima semana, que ya era hora, a sus 88 años.

Y leo en el grupo de WhatsApp del trabajo que también están llamando a algunos profes. No se conocen los criterios, excepto que serán los nacidos después de 1966, por cierto. Los mayores aún tienen que esperar por una vacuna más probada en esa edad, manda narices porque seguirán expuestos. Pero incluso entre los que cumplen esa premisa, nadie sabe por qué unos son llamados y otros no, qué o quién decide si van a sus centros de salud o al carísimo hospital de pandemias, medio inútil, que así busca hacerse notar.

Ciertos profesionales, entonces, van con los mayores de ochenta. Después será el turno de los de setenta. Y más tarde iremos los sesentones, como Papá y yo. Tal vez estemos ya vacunados para las fechas veraniegas. No sé. No queremos hacer cábalas inútiles.

Aquí nos tienes, cariño, voluntariamente confinados. Como hace la gente sensata, que, menos mal, es la mayoría. No son buenos tiempos, pero ojalá estuvieras aquí. Diecisiete años de ausencia son un exceso. Cómo es que todavía no has regresado, hijo, si aún te estamos esperando.

Te queremos mucho, Rodrigo. Te queremos. Te queremos.

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