
Buenos días, hijo. Otro sábado más estoy aquí, hablándote. Espero que me oigas y que me hagas llegar tu respuesta. Espero con toda mi alma, volver a encontrarte, Rodrigo.
Veo a mi alrededor a mucha gente cansada de la pandemia. Y que su rebeldía contra esta situación consiste en rechazar las medidas de precauciones y cuidados. Como si fueran cadenas en vez de vendajes protectores.
No sé si tú nos ves, nos sientes, nos puedes ayudar. Lo que sí compruebo, enormemente decepcionada, es la escasa consistencia lógica de la naturaleza humana. Y la imagino similar en otras circunstancias parecidas. Entiendo ahora la inconsciencia suicida del cansancio de guerra, que no terminaba de creer, y que contaron otros antes que yo.
Ay, cariño. A todos nos pesan estos largos meses de vida extraña. Y la limitación de movimiento y de libertades. Pero me horroriza que algunos se den de cabezazos caóticos, como pájaros contra los barrotes, embrutecidos por salir, sin calcular, sin pensar antes.
Te pienso. Te llamo. Te echo de menos. Cuánto me gustaría poder darte todos los abrazos que se me han quedado pendientes, oírte hablar, reír, cantar contigo, bailar nuestros sirtakis. ¿Qué harías, dirías si estuvieses pasando con nosotros estas fatigas? ¿Cómo te habrían afectado a ti? ¿Cuánto hemos cambiado desde que te arrancaron de nuestra casa y nos dejaron huérfanos de tu compañía?
Te fuiste hace diecisiete años y un mes, pero no te olvidamos, Rodrigo. Cuídate. Papá y yo caminamos a tu encuentro. Te queremos.