Después de trece años escribiéndote, Rodrigo, sé que tras cada aniversario llega la calma de la mano de los renaceres primaverales.
Sigo contigo, corrigiendo y revisando mis letras sobre ti y nuestra tragedia. Tú nos envías señales cada vez más difusas, y sin embargo te siento. Lejano, pero amoroso. Y comprendo que esto es lo que tiene que ser. Y a veces hasta me conformo.
Pero sólo una fracción de segundo. Para luego repetirte: no dejes de marcarnos el sendero, hijo.